En Colombia hay víctimas de primera y de segunda clase. Si se trata de dirigentes,
mucho más cierto es. Los políticos escogen por quién llorar y quién no merece
sus lágrimas, secundados por una prensa que también elige cuáles de esas
víctimas llevar a la categoría de ídolos y a cuáles ignorar.
Conmoción nacional por el grave atentado contra Miguel Uribe. Todos los
políticos se acercaron, las afueras y el interior de la Fundación Santa Fe
parecían mitin político.
La prensa informó con equipos especializados desde un comienzo,
transmitiendo horas continuas.
Entonces se les ocurrió una marcha para mostrar la fuerza de la derecha.
La disfrazaron de silencio y dijeron que todos cabían, pero no fue así.
Insultos y maltratos, como siempre. Pero allí estuvieron todos, desde la
obediente plana mayor del uribismo con su capataz, hasta el acomodado Sergio
Fajardo.
A esa marcha se le quiso presentar como de unidad nacional y en eso fue
un fracaso, porque la asistencia sí fue masiva en varias ciudades.
Entonces políticos y medios se han dado a la tarea de resaltar a Miguel Uribe
y para su recuperación convocan a oraciones, extraños ritos rezanderos, a misas
y hasta un lobísimo concierto de la Filarmónica de Bogotá llevaron a un lugar
donde el silencio debe imperar. El personaje lo merece todo, se sobreentiende, pero
bien valdría preguntar si es él o es la oportunidad de hacer política en
defensa de lo que sea derecha y de sus caciques preelectorales. Al fin y al
cabo a ella pertenece Uribe.
En San Andrés de Cuerquia, pequeño municipio de menos de 8000 pobladores
y tres calles alargadas, diez días después del atentado contra Uribe, un
sicario asesinó por la espalda al concejal discapacitado Juan Camilo Espinosa, perteneciente
al movimiento Aico. Para él no hubo homenajes ni palabras de dolor. Solo el
gobernador de Antioquia, Andrés Julián Rendón, informó del hecho, pero ni lo
lamentó. Mientras, en la sede del gobierno departamental ofrecía una misa por
el precandidato del uribismo.
Para la prensa tampoco fue importante. Esta responde a los intereses de
las clases altas, pudientes, esas que están llenas de gentes de bien. Tal como
en el gobierno de Álvaro Uribe, cuando se convirtieron en caja de resonancia
del presidente para hacerles creer a los colombianos (y lo lograron) que las
Farc eran el principal problema nacional, los medios ahora han llevado al
infortunado Miguel Uribe casi que a ser considerado un prohombre y por él hay
que hacer lo que sea.
También siguen asesinando líderes y no importa. Ni al mismo gobierno le
interesa ya. El último, Dayiston Correa, en Segovia, Antioquia. Este año, como
en el pasado, casi cada dos días asesinan uno y nadie se conmueve. No se mueven
la prensa ni los políticos, tal vez porque son personas que huelen a sudor, al
sudor que genera un trabajo continuo y destacado por sus comunidades. No son de
la rancia estirpe capitalina.
Sobre los implicados en el atentado contra Uribe, cada día se entregan
más detalles y publican capturas. De los de San Andrés de Cuerquia ni una nota:
tres días después, el homicidio ya no merece prensa.
Negar que la política colombiana y los medios son clasistas sería tapar
el Sol con la mano. Tratan de embutir -perdonen, pero vale la palabra- mucho de
lo que no es relevante y llevan a que se ignoren asuntos que sí merecerían
atención, como la corrupción en pasados gobiernos.
Un clasismo que se siente en muchos otros organismos del Estado: no en
vano esos crímenes ‘de importancia’ son resueltos con gran prontitud.
Maullido: a solo un año de que se sepa si los errores del gobierno Petro
incidirán en la continuidad o no de un gobierno progresista.

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