Cada dos de diciembre se preguntan muchos hasta cuándo continuará con
tanta fuerza en Medellín el mito del narcotraficante Pablo Escobar, centro de atracción
turística y de venta de variada clase de objetos relacionados con su nombre.
A las autoridades locales cada dos de diciembre se les revuelve el
estómago, pues inútilmente han tratado de borrar el nombre de la historia de la
ciudad, incluso, contra viento y marea, dinamitando el célebre edificio Mónaco,
donde viviera, y con eso han logrado que Pablo viva con fuerza.
Pablo fue un ser terrorífico, un delincuente desalmado para quien no
había límites en la consecución de sus fines y un narcotraficante avezado, como
no había habido otro hasta su época. Marcó la historia de Medellín al menos
durante 13 años de los 350 de historia de la ciudad, 13 años que no existen para
alcaldes y alcalduchos que ha tenido la ciudad.
No solo convirtió en un lucrativo negocio la exportación de cocaína, en
particular a Estados Unidos, sino que ordenó asesinar a cientos de ciudadanos y
policías honrados, muchos de ellos muertos en las explosiones de los carros
bomba, destruyendo miles de familias colombianas y extranjeras.
Su legado subsiste. Armó a una enorme cantidad de jóvenes que se
convirtieron en sicarios, que luego se agruparon en bandas que dominan amplios
territorios de la región metropolitana, mostrando que asesinar a otro era
demasiado fácil. Pero, además, acrecentó el amor o la necesidad por el dinero
fácil y rápido.
Creo que Pablo fue la explosión más nefasta de la idiosincrasia antioqueña:
Dios, familia y dinero. Mucho dinero en este caso. Por eso Pablo no es fácil de
olvidar: está en el fondo de esos valores, que representan ideales de las
distintas clases sociales.
No se puede olvidar que ‘la gente de bien’ de Medellín lo vio al
comienzo con buenos ojos y como un medio para obtener dinero fácil. Hay
testimonios de que en clubes sociales de la alta esfera, empresarios celebraban
cuando coronaba un cargamento de coca, como se le decía al que lograba llegar a
su destino sin problemas. Tampoco se olvida que militares y policías de alto
rango eran invitados a las discotecas de algunos de esos primeros y poderosos
narcos.
Todo cambió con su llegada al Congreso y el asesinato de influyentes políticos y funcionarios.
Pablo pasó a la clandestinidad, pero su accionar se hizo violento. Y esos ‘socios’
que entregaban un dinero para que tras la coronada les llegara duplicado o
triplicado, se hicieron los locos.
Pablo murió, pero no murió lo que encarnaba. Ya los traquetos son otros,
muchos de perfil más bajo, pero ahí están, No en vano en Medellín en los
últimos años se han capturado 29 narcos importantes de otros países y
continentes, otros más asesinados acá. No vienen a recoger café.
Hoy las autoridades y dirigentes tratan de borrar el legado que sus antecesores ayudaron a crear. Pero la huella que dejó fue honda. No se han preguntado, al menos no en público, qué fue lo que llevó a que apareciera, a que se permitiera, a que se convirtiera en lo que fue y todo el daño que hizo.
¿Fue Pablo Escobar la expresión más violenta de la desigualdad acumulada
durante un siglo en estas tierras, aceptada con resignación por la gente como
un mandato divino?
No, a él no lo borrarán con decretos, con detergente ni operativos
policiales. Es una lástima que no se haya aprovechado su figura y la tragedia que provocó para discutir
abiertamente porqué surgió, llevando el tema hasta las aulas de clase. ¡Qué
desenfocados aquellos que crean que apareció por generación espontánea!
Su trágico legado está vivo en todos esos combos y sus miles de
integrantes que aprendieron a conseguir mediante el crimen y actividades
delincuenciales dinero fácil a costa de las comunidades
Sigue vivo, anclado en los valores que todavía rigen la vida de muchos
antioqueños: Dios, familia y dinero, y cada dos de diciembre, mientras siga
siendo así, reaparecerá.
Maullido: asusta la prensa colombiana casi que aplaudiendo todo lo que
diga o haga Trump contra Petro.

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